
Melissa Chica García
Un olor a gasolina y aceite se entremezcla en el ambiente caluroso que se encierra en
aquella buseta pequeña de láminas metálicas exteriores color amarillo, naranja y rojo.
Refleja un estado desgastado, años de funcionamiento inherentes a la década del noventa.
El velocímetro del vehículo es testigo de ello, los 45 km/h registrados en el aparato digital
dan cuenta de la velocidad máxima percibida en la sensación del espacio-tiempo. A raíz de
la condición física, el interior representa un espacio acogedor, tanto que hay que inclinar la
nuca para no pegarse en la cabeza. Sus asientos son verdes de tonalidad oscura y hay un
tapete negro con cuadros en alto relieve en la parte del conductor y el copiloto, que incita a
que los pasajeros lean la palabra “bienvenidos”. La palanca se ha visto sometida al
constante movimiento de los cambios mecánicos, ha sido víctima del deterioro, el plástico
ya no cubre toda la superficie de su magnitud. En una de sus cajuelas se alberga un
botiquín, con pastas y medicamentos vencidos, esto según la costumbre de algunos
conductores que admiten no renovarlo cada año.
Durante el trayecto, el ensamblaje de la buseta suena constantemente cada vez que
enfrenta un hueco o pasa por un camino pedregoso, incluso durante cada jalón del “frene y
arranque” al atender el llamado de cada pasajero, especialmente el de las mujeres, a las que
saluda con un: “buenos días, mi amor, bien pueda sígase”. Los parlantes del vehículo
emiten canciones que incluyen un repertorio variado, desde rancheras, música popular y la
denominada música de “plancha”, ritmos que suelen ser muy representativos en la región y
con los que muchos pasajeros se suelen sentir identificados al llevar al son de los labios las
letras infundas de sentimiento.
En estos automotores de servicio público se encuentran personajes de diversa índole
social, que después de deambular en busca de un buen empleo terminan por hallar en la
responsabilidad del volante una forma de subsistencia. Este es el caso de Oscar Alberto
Quiceno Castaño, un hombre de 55 años de contextura gruesa con una estatura promedio de
1,68 cm, cuya barriga exuberante le convierte en un ser imaginario característico de los
conductores. En su día a día porta por dentro de un pantalón claro, una camisa blanca con
un breve roto en la parte de la axila derecha y en su parte inferior, unos zapatos cafés con la
suela beige, que extiende al descansar sus piernas de forma muy abierta. Constantemente
está limpiando su sudor con una toalla color crema, un poco renegrida a causa de su uso.
La ansiedad que produce el trajín del día y el tráfico vehicular conduce a que manduque
sus uñeros. Parece una regla el estar pendiente de su celular, en el que suele hablar
frecuentemente por WhatsApp con su amigo a través de unos auriculares blancos,
enviándole mensajes en tono de broma y notas de voz con las que continuamente lo
mantiene al tanto de lo que hace y vive en las carreteras.
En los semáforos saluda con empatía a los vendedores ambulantes, a quienes les reparte
monedas de diferente valor según el suceso que transcurra durante los pocos minutos que se
relacionan con los transeúntes, no sin antes brindarle una sonrisa a cada uno. Cuando el
semáforo parpadea, se convierte en un aliado en común para ellos, pues a unos les permite
conservar sus vidas y a otros obtener un sustento económico que les permite “coronar” cada
día. Sus tres años de experiencia en esta labor hacen que maneje concentrado, de manera
ágil y con destreza, lo que le posibilita esquivar huecos, carros y motos que se cruzan por
su camino. Frunce su ceño, y muerde sus auriculares, producto de su desconcierto e
impotencia |cuando alguien se atraviesa en su recorrido, lo cual ocurre en la mayoría de las
ocasiones cuando los conductores de las motos se atraviesan de un carril a otro, lo que
provoca que emita de manera tajante un sonoro y dominante: “hágale pues, mijo”.
Oscar Alberto suele reírse de forma ostentosa y pausada; cuando realiza esta acción
invoca unas leves arrugas alrededor de sus ojos que se acrecentan a medida que la risa
produce ondas sonoras más intensas. Pero en las vías de la ciudad de Pereira todo está dado
para que esa mirada se transforme, generalmente en expresiones de horror y desaprobación,
las cuales acompaña por medio de un acento paisa de arengas populares en un tono brutal,
refiriéndose con un “hijueputa y maricada” en cada momento que un percance se presenta
en su ruta.
Como políticas de trabajo acostumbra a saludar, desear buenas y decir de manera
enérgica “con mucho gusto”. Su jornada laboral comienza a las cuatro de la mañana al
levantarse para poder salir de Santa Rosa de Cabal a las cinco de la mañana hacia el
terminal de la capital Risaraldense. Debido a las 14 horas que dedica al frente del volante,
su posición es rígida y esto le exige encorvar su espalda para descansar el peso de su trajín
diario en cada parada que su amigo el semáforo le concede, dado que, sus superiores solo le
permiten tres descansos al día de 20 minutos para suplir sus necesidades básicas de
alimentación y eliminación de fluidos corporales.
El transporte de servicio público de la empresa Líneas Pereiranas S.A circula cada cinco
minutos desde las 4:30 a.m y después de las 5:00 a.m, recorre cada tres minutos las vías
urbanas y las autopistas del café, en donde alcanza a realizar 12 recorridos al día, seis
subiendo a Santa Rosa de Cabal y seis bajando a Pereira. Este trayecto, siempre merecedor
de la atención de los pasajeros, permite el avistamiento de la cadena montañosa en el eje
cafetero y consecuentemente exige sus costos. El consumo diario de combustible de este
vehículo se calcula en promedio con un valor de $140.000 de ACPM, pero para cubrir
todos los gastos de la buseta es necesario obtener un margen de ganancias superior a
$440.000, a partir de los cuales cada conductor puede percibir lucro o en caso contrario, se
ven sometidos a la liquidación total de su contrato laboral.
Así es su diario vivir. Todos los conductores están enfrascados en una rivalidad con las
empresas de transporte público que se dirigen hacia el mismo destino, conducen a alta
velocidad y de manera ágil con el objetivo de obtener la respectiva ganancia que le
proporciona cada ser humano que cruza la puerta de su buseta. Oscar Alberto en su
condición humana, es creyente de portar una serie de amuletos, entre ellos, unos dados
rojos que cuelgan de su retrovisor y un llavero de una cruz de metal azul que pende de las
llaves con las que conduce, mediante los cuales pretende ser merecedor de suerte en su
trabajo y principalmente, conservar su vida al final del día en la ruta 642.