
Marcello C. Lesmes
Una flota Macarena —quizá única empresa transportadora que va hacia al Guaviare—
levantaba el polvo anaranjado de aquellos pedazos de la carretera que a los contratistas les
dio por no asfaltar. Grande, vieja y ruidosa pasaba por delante de todos con afán, el
conductor probablemente quiso ser piloto de fórmula uno en su pubertad.
En el tramo de Puerto Lleras - Puerto Concordia, al costado derecho, el río Ariari se comía
la carretera que va hasta San José del Guaviare. Varios metros ahora son parte del río, una
extensión más de aquel vasto y afanado caudal. En comparación a las décadas pasadas ese es
el menor de los problemas, hace 15 o 20 años los que se tomaban las carreteras eran los
grupos guerrilleros: reclutaban niños, pedían dinero a los campesinos por transportar sus
cultivos o mercancía hacia Villavicencio y despojaban violentamente las pertenencias de la
gente del campo.
Al llegar a San José se nota que es de esos lugares donde se desconoce cualquier símbolo de
alegría o sabor que dice tener nuestro país. Para desconocer Colombia hay que viajar al sur.
Es allí, donde la coca y la nostalgia son amigas de toda persona.
—Antes de llegar la coca, esto era muy bueno, todo era muy sano. Este pueblito
aquí usted se miraba y era lleno de comida, por decir, eso eran arrumes de maíz,
arrumes de arroz, sí. Eso usted miraba aquí en ese puerto hoy día cantidad de
marranos y gallinas.
Uriel vive a 60 metros del río Guaviare y lleva 50 años en San José. Tiene una tienda donde
casi no entra luz, pero al fondo se nota que existe un pequeño hogar. El lugar al igual que
todo el pueblo, está cubierto por una arena rojiza, afuera tiene una mesa plástica de color
azul en la que me habla de todo.
—Aquí el que olía a paraco lo mataban los guerrillos y el que olía a guerrillo lo
mataban los paracos, la misma chanda pero con distinto nombre. Decía jocosamente
Uriel hasta el momento en el que llegaron unos soldados y el ambiente se tornó
incómodo, seguramente ese hombre aún tiene que olvidarse de cosas que nadie más
debe saber.
San José ahora es un pueblo que busca la paz después de la coca. Toda su gente tuvo una
relación con los cultivos de coca. Llegaban a finales de los 50, buscando suerte tal y como lo
hizo Fernando.
—Me fui a probar suerte al Guaviare, a ver cómo era eso, me fui con toda, a probar
suerte.
Fernando con 22 años salió de la finca de sus padres en Santa María al sur de
Boyacá para intentar ganarse la vida cultivando coca que era lo que daba dinero en aquellos
años. Dejó atrás a sus padres y a sus cuatro hermanos, pero al llegar al Guaviare se
sorprendió
—Todo lo que uno cercaba era de uno, yo trabajaba día y noche, para agarrar todo
lo que pudiera.
Él se hizo una finca con 250 hectáreas donde cultivó coca, plátano, yuca y tuvo una
que otra cabeza de res en su poder. Pasados los años al ver el éxito de los cultivos que le
dejaban ganancias cuyo valor no se atrevió a mencionar, sus familiares sobre todo sus
hermanos llegaron a su finca a trabajarle como raspachines —el que raspa la hoja de
coca—. Sin embargo, perdería sus tierras víctima de amenazas
—No faltaron los comentarios de la gente, me metieron en cuentos, en chismes
entonces, pues todo eso la güerilla se llenó de motivos. Me robaron todo mi trabajo
y perdí los 10 años de trabajo, me tocó salirme de por allá.
1992 es un año que recuerda de mal manera, fue el año en que lo perdió todo. En la
década de los 80 ́, las Farc tenían el control de la gente y sus cultivos, de lo que
producían, del que entraba a las fincas y de quien salía. Los cultivos de coca eran el
eje de poder en cuanto al narcotráfico de las Farc, pero única manera de vivir para
muchos campesinos.
—Para mí fue una pesadilla, el que aprovechó aprovechó, aquí yo sé que hay mucha
gente que aprovechó los momentos y tiene su negocito y otra gente que no supo.
Dice Hernán, un vendedor de dulces en el parque principal de San José sobre lo que
fue la coca en su vida, en el pasado fue un raspachín en Lindosa (Guaviare) y trabajó como
raspachín hasta que le dio trombosis en su pierna izquierda. La coca cambió la vida de las
personas de manera drástica o quizá de manera absoluta como a Fernando.
Fernando fue acusado de ayudar al Ejército hasta que llegó el día en que un amigo
cercano le dijo: “Hermano váyase porque a usted lo van a matar”.
— Ese día lo primero que hice, fue coger mis chiros y arrancar para Villavicencio,
y luego me enteré que al otro día fueron a matarme a mí, porque a mis hermanos
no les hicieron nada.
Él ahora tiene 57 años, de tez morena, sus manos tienen callos y esos callos también
tienen callos, sus ojos están desvanecidos, su cara tiene arrugas indicio de jornadas de cara
al sol durante años y el alma un poco apagada, seguramente resultado de noches trabajando
para tener que comer al otro día. Es alto, viste de gorra, pantalón negro y la camisa que le
plazca ponerse.
Ese día Fernando estaba pescando en el río unas cuchas para el caldo de la noche, ya
llevaba tres y parecía que no habría más ese día ni para ningún otro día. De camino a la
casona de finca se encontró con un amigo cercano a él, que le dio la noticia, de inmediato
llegó y sin decir ni un soplo se llevó los primeros trapos que veía, se internó en el monte
para después caminar hasta un lugar seguro más allá de Puerto Lleras.
—Una vez en Villavicencio...
Interrumpe su historia, se levanta y es en ese momento donde él se pregunta y me
pregunta:
— ¿el Estado qué? El Estado eso por allá no se veía. De vez en cuando se veía el
Ejército, muy de vez en cuando. Hace 20 años la guerrilla era una gente muy pobre,
ahora es la gente más rica porque se benefician del narcotráfico, de la coca, ellos
son los que la compran, los que la venden, ellos son los que también se la huelen
mejor dicho.
Hechos como estos dejaron en la mente de los Guaviarenses una imagen negativa
sobre el proceso de paz.
— Yo no creo en eso porque esa gente tiene mucha plata y les da lástima perder
todo lo que tienen. Yo no creo en eso y no creo.
Fernando víctima del conflicto, cocalero por convicción, pero obrero por obligación
y soñador por evangelio, es uno de tantos colombianos que esperan que la situación
cambie. La coca se convirtió en el demonio que acecha su vida, porque no hay noche en la
que no duerma con un ojo abierto, pues siempre siente el temor de que en cualquier
momento le arrebaten su vida.
—El gobierno no hace sino decir “fumiguen y arranquen” pero no piensan que hay
que comer, que los hijos tienen que comer, que tomar aguapanela, mire nomás a los
niños que se enfermaban con el veneno ese que echaban. Eso es lo único bueno que
ha hecho el gobierno poner a las familias a aguantar hambre.
Fernando ahora tiene esperanza en las esmeraldas, en que trabajando como minero
en Boyacá puede recuperar todo lo que perdió hace más de dos décadas. Mientras finaliza
toda su historia, saca de sus bolsillos unas chispas de esmeralda, mientras sus ojos se
empañaban y su voz se apagaba. Esa fue su primera conversación y quizá la última
sobre un país en donde aún existen lugares donde la paz se tarda en llegar.