
Santiago Londoño Pulgarín
Centenares de caminantes llenan el pequeño andén cubierto por desgastados adoquines que en sus
buenos tiempos parecen haber sido rojos y grises. Unos van muy apurados y no solo deben esquivar los
altos troncos de las palmeras que custodian al Palacio Nacional de Pereira, sino también a los ‘troncos
móviles’ de quienes van a paso largo hablando por celular, contando sus pasos o mirando por donde
cruzar más rápidamente la carrera décima, antes de llegar a la entrada de ese lugar, que parece más
metafísico que palpable, que parece mentira, aunque en él siempre se esté argumentando, que no se
nombra, aunque esté en la mente de muchos, que es eliminado, aunque en realidad, sigue perenne.
Pero momentos antes de dejar desesperadamente la acera, los inmuta un sonido de un tecleo
lejano, pero constante, que se ve interrumpido al escuchar el ensordecedor ruido de la bocina de los buses
articulados verde pasto, el suspiro de impresión de los más de cien pasajeros atiborrados dentro de la caja
metálica, el escandaloso motor de las motocicletas viejas, el grito de los taxistas, la música que sale de los
sedanes y las puertas de los furgones y camiones cerrándose, para solo dejar a su paso una estela de humo
azulada, que parece envolver a todo aquel que decide darle la espalda a esa calle, la calle dieciocho bis del
centro de Pereira.
Mientras despejan su vista, se restriegan los ojos, tosen y sacuden su ropa, se dan cuenta que están
frente a la peatonal y descubren al fondo algo que nunca habían visto, ni sabían que existía, ni que estaba
en la ciudad. El impulso de sus cuerpos parece indicar su curioso ánimo a entrar, aunque a la final, casi
nadie se arriesgue a tocar ni un centímetro cuadrado del concreto de esta calle cargada de recuerdos,
conocimiento e historia.
-Parce, vea ese mural, re bacano, pero re escondido por allá todo metido.
Dice asombrado un joven de unos diecinueve años, va con el uniforme de una Institución de
Educación Superior de la ciudad, mientras devuelve su vista al iPhone X del que reposaron por treinta
segundos sus pulgares, ahora listos para seguir tecleando la pantalla táctil. Su acompañante ni murmura
cuando sus ojos ven por primera vez el mural del que resaltan las naranjas, el rojo escarlata y el verde
menta, que forman el penacho y las trenzas de una mujer indígena a punto de coger un ojo dentro de una
concha.
-Aquí pasa la gente por el andén, a veces ni siquiera saben que estamos o nos ven y dicen: “Ay
qué pesar de esos viejitos ahí sentados con esas maquinitas, ¿no les dará pena?”. Y para que vea
usted que no y que cada día gozo de este trabajo que es muy humilde, pero de aquí es de donde se
deriva mi sustento.
Expresa apasionado uno de los escribientes públicos de la calle dieciocho bis. Su cabello ya está
entrando en invierno, las ‘nieves plateadas’ empiezan a cubrir el delgado cabello de sus sienes y parecen
estar arribando a su juvenil copete, que ahora sostiene sus gafas de lectura, negras y de montura ancha, en
la que reposan un par de voluminosos lentes bifocales, rayados y amarillentos.
-Yo soy Jaime Ezequiel Bautista, nací en la ciudad de Pereira el 9 de marzo de 1957. Nací en el
Seguro Social de Pereira, a una cuadra de la Plaza de Bolívar. Pereirano cien por ciento. Me falta
la hora, esa sí la quedo debiendo, me toca hablar con mi mamá, pero ya falleció.
Advierte que es amable, humilde, tranquilo y ‘mamagallista’, y su juvenil rostro, que ha resistido
al paso del tiempo, lo demuestra. En él, las arrugas no encuentran morada, tiene una piel tersa, blanca y
siempre sonrojada. Sus ojos color avellana miran cada treinta minutos el pequeño reloj ‘QyQ’ de cuero
negro que aprieta con fuerza su brazo, como si fuera una parte más de él. Pero cada cinco, mira y toca a
su más fiel amiga de cuerpo metálico, la que lo ha acompañado por casi veinte años, la que le da vida a su
profesión demeritada y olvidada.
De curvas redondeadas en color ‘beige’ y con una tapa desmontable en color negro sobre delgadas
líneas blancas, la Sankey modelo 2000 de cincuenta y dos teclas, es el mejor complemento para los
rápidos dedos de Bautista, quien de memoria, como un médico en plena cirugía, sigue unos rigurosos
pasos:
Primero abre con una llave el cajón metálico de su módulo lleno de ‘blocks’ y sobres de manila,
saca una hoja, pero su escogencia depende de la ocasión y de la necesidad del cliente. Después, con otra
llave, abre la puerta inferior de su puesto, tiene un metal más grueso, oxidado y manchado, es un
compartimento tres veces más grande que el cajón, en el que guarda, como si fuera un bunker de máxima
seguridad, a su mejor amiga. Pero adentro, ella lo espera aún más protegida, está envuelta por un rígido
bolso plástico que sigue el corte de sus curvas, forrado en cuero negro y con una felpa roja escarlata en su
interior que, como la sangre, la cubre, la mantiene viva y en perfecto estado.
Con la máquina ya sobre su puesto, presiona las palancas de liberación del rodillo, mete la hoja
delicadamente por el revés, presiona la palanca de bloqueo y con ayuda de las perillas de espaciado,
ubicadas a los extremos del carro de la máquina, da la vuelta a la hoja para llegar a la regleta que tiene
incorporada el aparato y con una precisión quirúrgica, se asegura de que las puntas estén alineadas.
Pequeños botones metálicos en la parte superior de la máquina saltan a la vista del cuerpo
perfilado, los marginadores, los presiona y posteriormente mide, ayudándose de sus gafas ‘culo de
botella’, el espacio de las márgenes derecha e izquierda que necesita para la ocasión. Al llegar al límite
impuesto, el timbre regidor del carro lo despierta como si un hipnotizador chasqueara fuertemente los
dedos en sus oídos, mueve su cabeza y continúa con el interlineado, escoge hacer el trabajo a un espacio,
pero también puede hacerlo de espacio y medio o de dos.
Sigue con la operación, pero ahora se ayuda de más mecanismos, las letras inscritas en las teclas
no se imprimen por arte de magia en el papel, aunque lo parezca. Debajo de ellas, aproximadamente
cincuenta delgadas varillas metálicas se conectan con sus porta tipos, que tienen en sus puntas un
rectángulo metálico en el que se encuentran grabadas en alto relieve las letras minúsculas, mayúsculas,
números y símbolos que se pulsan desde el teclado y que se dirigen a la guía de tipos, el ‘ojo mecánico’
que los direcciona hacia una cinta entintada de color negro y rojo, con la que pueden dejar su huella sobre
el ‘lienzo en blanco’.
-Así es como yo hago mi trabajo, fácil o difícil pero honradamente, aunque nos critiquen. Por ahí
le dicen a la gente: “Ay vaya donde los ‘tinterillos’, esos que trabajan como por la 19, con unas
‘maquinitas’, ahí cerquita del Banco de la República”.
Mientras lo menciona, frunce el ceño, levanta sus delgadas cejas también canosas, extiende sus
brazos, cierra los puños y los baja fuertemente sobre su pequeño módulo, el número tres, que tiene menos
de un metro cuadrado y está fabricado en concreto y metal, pintado de gris industrial, cubierto por un
techo improvisado de viejas latas de zinc y rodeado de los otros dieciséis colegas que hoy laboran con él.
Sus sensaciones cambian y ahora su aura demuestra el ánimo que tiene de mostrarle a todos los que los
visitan y a quienes no los conocen, la importancia que tiene su labor para su adorada ‘perla del Otún’.
Él mismo sabe que hay mucha gente que ni siquiera conoce su lugar de trabajo o que nunca ha
caminado por la calle dieciocho bis, debido a la inseguridad de la zona o porque se dieron cuenta que se
convirtió en foco de drogadicción. Bautista sabe que quienes sí lo hacen, no se refieren a ellos con el
término correcto que define su oficio, sino que usan uno que ya consideran despectivo, el de ‘tinterillos’.
-Nosotros no somos ningunos ‘tinterillos’, nosotros somos una Asociación legalmente constituida,
a la que yo represento y soy vocero con orgullo, la Adep, Asociación de Escribientes Públicos de
Pereira.
La Adep comenzó en 2002, cuando el grupo de escribientes de la ciudad estaba conformado por
veinticuatro personas. En esa época estaban recién ubicados en el Centro Comercial Fiducentro, lugar en
el que disfrutaron tres años de las mejores instalaciones que jamás habían tenido: módulos grandes,
parqueaderos, techos corredizos, baños y hasta luz. Todo esto después de que en 1999, el terremoto del Eje Cafetero, dejara muy afectada la estructura del Palacio Nacional, el que fue epicentro judicial de
Pereira durante el siglo pasado, cuando don Jaime apenas comenzaba su labores.
-Allá no había módulos, eran solamente mesitas de madera improvisadas, algunos sí tenían sillas,
pero eso era mucho.
Cuenta con nostalgia, como quien a pesar de las incomodidades, quisiera regresar el tiempo y
volver a comenzar. En el momento se acuerda también que de su niñez y adolescencia tiene imágenes
muy difusas de los hombres y mujeres que laboraban cada día por la concurrida calle. Ahora recordar
cómo llegó a su trabajo le sorprende, porque nunca pensó que fuera a ser una de esas personas que
ayudaban a su mamá. El azar o tal vez el destino lo condujeron al oficio que se convertiría, a corto plazo,
en el pilar de la economía de su familia, en su pasión y en su modo de vivir.
-Yo vine a caer en el mundo de los escribientes públicos por pura casualidad, yo ni siquiera sabía
que existían. De lo que sí me puedo acordar es que cuando mi mamá tenía que declarar, venía por
unas constancias al Palacio.
El día que decidió ser escribiente público fue muy particular. Explica que iba en su motocicleta
por la calle diecinueve y se sorprendió al ver que había un amigo con quien estudió el bachillerato, que
tenía su puesto, con máquina de escribir incluida, en la entrada del Palacio Nacional. Así que decidió
bajarse para saludarlo y por ahí derecho preguntarle sobre sus resultados con el negocio.
-Él me invita a tomar tinto en el famoso ‘tinteadero Arduino’ de la esquina y yo le pregunté que
cómo le estaba yendo. Y pues claro que le estaba yendo bien porque de los bolsillos no hacía sino
sacar billetes y enderezarlos y sacaba y sacaba billetes, y me pareció que era mucho el dinero que
ganaba, entonces me dijo que por qué no me venía a trabajar con él.
Así que desde 1981 y con la máquina de escribir de la casa, sin pensarlo dos veces, Jaime Ezequiel
Bautista decidió convertirse en escribiente público. En su trabajo le comenzó a interesar todo sobre el
mundo jurídico, comercial y tributario, porque eran los temas en los que más tenía que asesorar a las
personas, y después de haber dejado el Conservatorio de Música en el que estudió cuatro semestres de
guitarra clásica y vocalización, decidió emprender su carrera predilecta.
-Hice una carrera completa en la Esap, Escuela Superior de Administración Pública, entonces hoy
en día soy Administrador Público, pero a mí me buscan como abogado, contador público y como
politólogo.
Contactarlo no es tan fácil y mucho menos cuando se tiene una clientela fija y buena, como le dice
él. Solo basta con esperar menos de veinte minutos para que una nueva persona o un grupo de ellas, asista
a consultarlo.
- Q’hubo don Jaime, ¿qué más?, ¿cómo está?
-Muy bien y ustedes, ¿qué tal? ¿En qué les puedo servir?
-Venimos para hacer una promesa de venta y una escritura, ¿cuánto nos cobra?
Antes de comenzar a escribir nuevamente en su máquina, explica cada uno de los procedimientos
que las personas deben tener claros para entender el documento legal que él les realizará. Se empeña en
repartir sus conocimientos y en alfabetizar a sus clientes, para que no los vayan a ‘tumbar’ y para que
además aprendan a hacer por su cuenta los documentos que necesiten.
Entre cliente y cliente parece oportuno recordar los billetes que salían del bolsillo de quien lo
sedujo a entrar en este mundo de las máquinas de escribir. La curiosidad gana y salta al aire la pregunta:
¿Cuánto ganan ustedes? Reacio a contestarla con cifras específicas, hace casi un rito metafórico para
darse a entender.
-A mis compañeros les comparto algo para que se imaginen lo bien que a nosotros nos va, les
digo: “Nosotros con el cliente del día, nos estamos haciendo lo del día y con el cliente del mes,
nos hacemos lo del mes”. Digamos que haciendo cuentas me gano más de un salario mínimo-.
Acepta a la final una cifra redondeada.
Pero, sin lugar a dudas hay otro aspecto que no debe pasar desapercibido y que pareciera afectar el
hacer de su labor. Es algo que ellos usan tan bien como nosotros y que contrario a lo que muchos piensan,
defienden e incitan a ser usada, la tecnología. Jaime Ezequiel tiene un teléfono móvil de última tecnología
y como la mayoría de escribientes, usa internet y tiene computador, que más que una amenaza para ellos,
es un aliado.
-Aquí ya hay dos puestos que la Alcaldía tiene que recoger, porque no tienen herederos-. Su cara
de preocupación revela el problema real y la posible causa futura de desaparición del oficio.
A sus hijos no les interesa seguir trabajando con las máquinas de escribir, así hayan emprendido
carreras similares a las de sus padres. Este es el común denominador de todos los escribientes en la
actualidad y quiere decir que cuando el último fallezca, se va a extinguir el patrimonial trabajo que lleva a
cuestas más de seis décadas, cargadas de historia y de saberes.
Ya son las cinco y cuarenta de la tarde, Bautista revisa los mensajes de su familia en WhatsApp,
busca desesperadamente las llaves de los compartimentos de su módulo, ‘empijama’ a su máquina de
escribir, la mete en su estuche plástico, se asegura de que el ‘bunker’ quede asegurado correctamente,
hala con fuerza las agarraderas y las menea de arriba a abajo, se aleja y le da un último vistazo a su
puesto, como si nunca fuera a regresar. Lo contempla y analiza, hasta que en su mente resuena el timbre
marginador de la máquina y abandona su lugar de trabajo.
La calle dieciocho bis cambia de color, la abriga una atmósfera oscura y casi maligna. Ya el
‘hombre patrimonial’ de las delicadas canas en las sienes, que vive rodeado de teclas y tinta, se adentra
entre la muchedumbre de caminantes de la hora pico, ya no es escribiente, ya es una figura difusa que se
pierde a la distancia entre el ‘smog’ y la neblina de un frío ocaso en el centro pereirano.