
Alejandro Sepúlveda
Al abrir la puerta se observa un par de muebles de color azul oscuro que adornan la pequeña sala,
de las paredes blancas cuelgan pinturas abstractas rodeadas por maderas gruesas, al fondo se
encuentra un balcón en donde saltan a la vista algunos edificios que hacen parte de un prestigioso
barrio pereirano. Un comedor de cristal de seis sillas se ubica al lado de la cocina y del techo
pende una lámpara de tres bombillas. Todo parece estar en su lugar, es el apartamento de una
persona pulcra y ordenada. Sobre una repisa de madera se apilonan fotografías enmarcadas por
portarretratos, que se conservan allí porque al parecer dan cuenta de momentos cargados de
profunda felicidad. Rostros con sonrisas dibujadas, un beso apasionado suspendido en el tiempo,
miradas jóvenes y serenas que delatan un amor ingenuo, una dulce caricia de la madre hacia su
hijo que acaba de nacer. Son recuerdos que en algún instante se quedaron grabados en la memoria
de una familia, pero hoy parece que se han desvanecido.
De algún rincón de la vivienda se escucha una voz que resulta tranquila: “Carlosher, ven a
desayunar, mi amor”. Es el llamado que le hace Gloria, no a su niño, sino a su esposo Carlos
Hernando, a quien un día una despiadada enfermedad le arrebató sus recuerdos.
Carlos Hernando es un hombre de aproximadamente 75 años, su cabello es cano, sus cejas
abundantes, un lunar adorna su frente. Lleva puesta una camisa de franjas azules y amarillas, un
pantalón café y en sus pies calza unas sandalias negras. Sus débiles e inciertos pasos se deslizan
por los rincones de su casa, mientras es guiado por su esposa hasta el comedor, en donde ella
misma, al lado de la enfermera, le dará el desayuno. Gloria posee facciones y cejas muy
definidas, pinta sus labios de color carmesí, usa anteojos, un par de aretes cuelga de sus orejas,
una cadena de plata rodea su cuello, es una mujer que refleja una profunda serenidad pero, sin
duda, ha atravesado por caminos escabrosos en donde la incertidumbre y la zozobra han sido, en
muchas ocasiones, su compañía.
‘Carlosher’, como lo llama ella, es un ser humano inteligente, graduado de derecho de la
Universidad Javeriana. Durante varios años se desempeñó como gerente regional del Banco
Agrario y las leyes, la política, el comercio y las finanzas fueron siempre su más grande pasión.
“Cuando uno lo veía, yo decía: esta persona es de éxito. Él era un hombre de conversaciones
inteligentes”, sostiene su esposa mientras fija sus pupilas en el trozo de ciudad que se aprecia
desde su balcón.
Carlos y Gloria se conocieron en Santa Marta cuando él, como máximo exponente de aquella
entidad bancaria, lideraba una convención en esa ciudad. En ese instante una simpatía se apodera
de ellos, a los pocos meses entablan un noviazgo y, años más tarde, deciden unirse a través del
matrimonio. Al año de estar casados, ingresa al mundo Sebastián, su hijo, quien fue un niño
introvertido que se destacó constantemente en su colegio por su buen rendimiento académico.
Posteriormente accede a la universidad a estudiar artes visuales, hoy trabaja como productor
audiovisual y desde siempre afirma que su padre era su héroe.
“Mi padre fue para mí, desde que lo recuerdo, un hombre fuerte, justo, que se quejaba de las
injusticias y de la violencia, a quien le molestaban los males que agobian en el mundo. Cuando
estaba con mi papá, sabía que estaba con el mejor. ¡Sí, mi papá es mi héroe!”. Palabras que
plasma Sebastián en una de sus cartillas de trabajos fotográficos.
Con el inevitable paso de los años, Carlos Hernando empieza a manifestar comportamientos fuera
de los cotidianos. Su carácter cambia totalmente y poco a poco desarrolla acciones agresivas y
malgeniadas, especialmente cuando después de laborar regresaba a casa, y al ingresar cerraba la
puerta con furia e irritabilidad. Logra jubilarse, se retira felizmente de su ejercicio gerencial y para
tomar un descanso, decide emprender un viaje a Europa junto a su familia.
Gloria y Carlos cruzan el insondable océano Atlántico y, tras once horas de vuelo, aterrizan en
Madrid. En el momento en que llegan a la capital española, él se ve envuelto en una confusión
abrumadora.
- ‘Carlosher’, voy a avisar que ya llegamos –expresa Gloria mientras enciende su
computadora- Tiene poca batería; por favor, amor, tráeme el cargador que está dentro de
la maleta en la habitación.
Un silencio sepulcral invade el lugar y Gloria no recibe respuesta alguna. Parece que su
compañero de viaje no acató la petición. Ella se levanta y se dirige hacia el cuarto para esclarecer
la duda. Allí, en medio de la incertidumbre, observa que la cama está llena de prendas y objetos,
Carlos ha abierto todas las maletas, las ha revolcado sin saber qué era lo que estaba buscando,
sentado sobre el borde de la cama y con su mirada perdida, no musita ni una palabra.
- ¡Oye, Carlos, llevo un rato esperándote! ¿Por qué desempacaste todo esto? - Insiste Gloria
tratando de hallar respuesta.
Sutilmente los labios de su esposo se mueven para susurrar:
- No sé qué estoy haciendo aquí, no sé qué vine a buscar, no sé quién soy yo.
El silencio vuelve a reinar, parece un mal chiste de él, pero no lo es. Como un niño que acude a la
pataleta cuando le arrebatan su juguete favorito, Gloria se rinde al llanto y a la desesperación
mientras sujeta a su hombre entre sus brazos.
La estadía en Europa fue corta e incierta. Ambos toman un vuelo y regresan a Colombia.
Gloria sospecha que una enfermedad empieza a despertar dentro de Carlos. Por eso acude, junto a
él, a un psiquiatra para solicitar un análisis más riguroso y para esclarecer esas inquietudes que
durante los últimos días la han aturdido. El médico, de manera rápida y directa, le lanza tres
preguntas a Carlos quien, serio y cabizbajo, no responde ninguna. El galeno mira a los ojos de
Gloria, y sin rodeos ni mentiras piadosas le confiesa: “El paciente tiene Alzheimer”. El diagnóstico
no miente, Carlos Hernando es portador de la ‘enfermedad del olvido’ como la llaman los
mismos expertos.
“Mi padre empezó a olvidar, olvidaba cosas que alguna vez me había enseñado, como por
ejemplo a usar un computador. Yo sabía que mi padre estaba ahí, al frente de mí, pero una fuerza
muy fuerte lo empezaba a arrastrar. Negación es la primera reacción que tienes cuando ves a tu
héroe en riesgo”. Recalca Sebastián en su cartilla de fotografías.
Como un ladrón que durante la noche se entromete en las viviendas para hacer estragos, el
Alzheimer ingresa a la vida de Carlos para irrumpir su tranquilidad, para desordenar su memoria y
su estilo de vida, para alterar todo aquello que en algún momento permanecía en total orden y
pulcritud.
Nueve años atrás Carlos se jubiló, su descanso fue interrumpido por una visita perturbadora y
desde ese mismo tiempo Gloria ha convivido al lado del Alzheimer. Ella asegura que nunca ha
sido capaz de ver a su esposo como un niño, pero tiene la firme convicción que en el fondo de él
ya no está el hombre que cautivó su existencia y que cada domingo en la tarde le llevaba un
ramillete de blancas azucenas.
Hoy en la memoria de aquel hombre ya no existen recuerdos, su pasado se ha desdibujado, los
rostros de sus seres amados se han desvanecido por completo, la mirada diáfana de su esposa se
ha vuelto oscura y aquel ser valiente y admirable que fue para su hijo, parece que ha sido
derrotado por su adversario. Solo viven junto a Gloria esas fotografías que se han convertido en su
más valioso tesoro y en su escudo protector frente al fantasma invencible del olvido.