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LOS NIÑOS DE LA VIOLENCIA
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Laura Toro Osorio

Supía es un municipio panelero y cafetero ubicado en el noroccidente de Caldas, cuando caminas
por sus campos revestidos por el cultivo de la caña de azúcar, te llega el aroma dulce que
impregna sus verdes tierras, ese olor a miel y panela que le da su distinción como El corazón
dulce de Colombia. En estas tierras azucaradas nació Sara, una joven de ojos vivaces, contextura
delgada y sonrisa cálida, ella comprendió desde muy niña que la caña también es amarga y que
en medio de las colinas, más arriba, allá en las veredas, el aroma de la sangre se mezcla con el
dulce de su tierra.


Los pequeños como Sara que crecieron en zonas activas de combate, fueron testigos de lo
inhumano del conflicto interno armado que se vive en Colombia desde hace más de cincuenta
años; su hogar, Supía, con todas sus veredas, fue alcanzado por el conflicto que ha afectado en
gran mayoría las poblaciones rurales, para ellos y sus familias, escuchar un fusil en las mañanas
y el fuerte compás de las botas de combate en la madrugada, se convirtió en motivo de alegrías y
tristezas.


Sara pasó todos los años de su infancia y adolescencia en una finca cafetera situada en la vereda
El descanso, aunque tiene recuerdos gratos de su niñez, el amargo sentimiento de un temor
constante que rodeaba su casa y vivía con ella, no permitió que viviera sus años más inocentes
como los viviría cualquier pequeña.


Durante estos primeros años, Sara tenía que asimilar que en su vereda los grupos subversivos
querían apropiarse de los terrenos de los hacendados y de los pequeños campesinos, si bien no
los despojaban de sus tierras, les quitaban la vida, o pasaban semanas enteras en las que los
corredores de sus casas estaban llenos de guerrilleros que saciaban sus estómagos con la poca
comida que tuviera la alacena.


El panorama se tornaba denso cuando en medio de la noche se escuchaban ráfagas de fusiles y
casquillos que caían uno a uno sobre el piso de alguna hacienda, las oraciones no faltaban y los
pequeños ojos de los niños asomándose por las paredes agujereadas de los caseríos; luego el
silencio más absoluto hasta el primer rayo de luz en la mañana, cuando los comentarios de los
vecinos se escuchaban primero que el cantar del gallo:


- ¡Mataron a Don Roberto!
- ¡¿Cómo que mataron a Don Roberto?! Si ayer estaba en la molienda ensillando el
caballo…

- Lo mataron esos “hijueputas”, se lo buscó por albergar a esos “hijueputas”.

En la tarde en medio de lamentos, bajaba una multitud con el ataúd a cuestas, pero Sara no
entendía, su percepción de muerte no alcanzaba a dimensionar la crueldad del acto, a pesar de
ello, en sus juegos de niña reflejaba todo lo que cargaba a diario con este conflicto, hasta el punto
de llegar a enterrar a sus muñecas porque en algún momento del juego, alguien las había matado.
Una tarde de un 15 de agosto, a la salida de la escuela, Sara en compañía de su prima Lucero y
sus profesoras, iba camino a elevar cometas al cerro Carbunco; llevaba sus dos trencitas
despeinadas y una mochila con el fiambre que su abuela les había empacado en la mañana.
Mientras subían con sus cometas elaboradas de palitos y papel maché, escucharon a lo lejos un
enfrentamiento y rápidamente la ilusión de elevar la cometa, se convirtió en miedo y conmoción.
Con tristeza Sara recuerda como su primita Lucero, desarmó su cometa, convirtió la cruz de
palitos en un “fusil” y dijo: “¡Ay!, ojalá está arma fuera de verdad para poder elevar la cometa”.
Este conflicto no hizo distinción entre mayores y niños, se entrometió en sus juegos más
inocentes, les cambió la mirada y la vida.


Durante muchos años ni siquiera en su propia casa, Sara podía encontrar seguridad completa. Su
familia tenía una rutina, cuando en la madrugada se escuchaba contra el camino el sonido de las
de los grupos guerrilleros; mientras su abuela se levantaba a prender el fogón de leña para
preparar grandes cantidades de comida, su madre rezaba y ella debía esconderse dentro de un
armario antiguo de puertas pesadas y lleno de polvo; su abuelita le decía constantemente: “Usted
se tiene que meter ahí porque o si no la violan, pero en el momento en que algún guerrillero la
llegue a descubrir a usted en el closet o la vea a usted y usted no esté en el closet, tiene que hacer
como si fuera una niña especial”.


Estas palabras permanecieron durante años haciendo eco en las cuatro esquinas de aquel ropero,
aunque a su edad los niños deben preocuparse por ser niños, el temor más grande de Sara era ser
abusada sexualmente y este armario se convirtió en su refugio y segundo hogar durante 4 largos
años.


Durante la estancia de los militares en las veredas de Supía, el miedo entre sus pobladores
disminuía, de alguna manera el camuflado de sus uniformes representaba tranquilidad, todos
sabían que mientras el ejército permaneciera asentado en las tierras, ningún guerrillero tomaría
valentía para acercarse a las haciendas. Solo después de que Uribe subió a la presidencia, el
ejército empezó a quedarse mucho más tiempo; si en un comienzo se quedaban tan solo quince
días, ahora se quedaban 3, 4, 5 meses.


La gente de Supía sonreía más y los chicos solo veían al despertar, el verde en todos los rincones
de sus casas, desde toallas, camisas, cepillos, hasta mantas y Sara no era la excepción, ella y sus
primos convivían casi todo el día con los soldados; les compartían su comida, les llevaban a la
escuela, les contaban historias de batallas y poco a poco dentro de sí, los chicos construyeron un
ideal y un anhelo de llevar con orgullo un fusil en una mano y el color verde en el corazón.

Seis de sus primos al crecer se establecieron en las ramas militares y dos de sus primas
estudiaron carreras universitarias con el fin de un futuro unirse al ejército. El color verde en su
familia y en su vereda tomó un lugar valiosísimo e incluso la mayoría de sus pobladores son
uribistas, algo que Sara ve con tristeza, pero no les recrimina, porque solo hasta ahora comprende
lo mucho que ese contexto de violencia afectó su tierra.


La mayoría de los infantes en Colombia afectados por el conflicto, tiene gran predisposición a
incorporarse en la guerra. Muchos de ellos al crecer deciden hacer parte de los grupos armados y
participar en las acciones de combate, pero algunos otros deciden que la solución no es avivar
esta guerra, por el contrario buscaron otra alternativa, sanar ayudando a otros que sufren el
mismo dolor y evitando la venganza que trae más guerra.
Con esto en mente, Sara escogió su actual carrera universitaria, Comunicación Social y
Periodismo, ella no se pregunta por qué vivió momentos tan amargos, sabe que por esos
momentos es que ella quiere ver un cambio “Nací en la guerra, pero yo no quiero dar más
guerra…es muy utópico el tema de la paz, pero siempre he querido como ayudar y yo creo que
con esto se pueden lograr muchas cosas”.

Crecer es de valientes, es dejar de temer al monstruo en tu armario, y comenzar a vivir en la realidad de los “sentidos comunes” y las crueles verdades; pero ¿qué pasa cuando ese monstruo no vive en tu armario, sino fuera de él?

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